15 mayo 2011

Alameda Street Beat



















Durante muchos años viví en un gran mole asentada en una encrucijada de caminos sin saber a que calle pertenecía. Mi portal y mi DNI indicaban un domicilio que no me causaba arraigo, años despúes hasta cambiaron la numeración del portal y del piso.
Residí en un edificio grande, mi habitación apuntaba al sur donde se situaba la entrada a una calle estrecha y sombría con la que me siento identificado por sus olores y recuerdos.
Frente a mi ventana se esbozaban las losas grisáceas ocupadas por peatones y vehículos que se arrimaban a las paredes de piedra moteados con la firma de las gaviotas.
La calleja sombría, bautizada Alameda, no tenía árboles. Leí alguna vez que era una zona de cuadras en el siglo pasado, por ello se recordaba como calle de Bestas.
En mi memoria presidía el acceso desde el norte el cuadro de perros jugando al poker de la antigua cafetería del hostal Maycar, en la esquina de acceso se confundían los olores de Varón Dandy y gomina de la vieja barbería vecina con el intenso aroma de las pastas recién hechas de la confitería Hildita, parada obligada los domingos para llevar a casa la bandeja con bombas, píos, ranas y petisús de chocolate.
Esta protagonista secundaria de los deambulantes del centro auna recuerdos de mi infancia como los vapores de la tintorería o el taller grasiento de neumáticos donde reparaba los pinchazos de la bicicleta.
Con los años pasó a ser punto de encuentro de retos iniciáticos de tabernas baratas que se esconden en las espaldas de los ejes del capitalismo coruñés. Unos días la Alameda marcaba el comienzo de ruta al salir del Enrique, otros etapas intermedia de avituallamiento como eje separador del centro y la ciudad vieja. Alternativas para regar el alma en locales añejos presididos por personajes singulares que albergaban historias labradas en sus hígados.
Gastrobarrio sin sofisticación, de tapa auténtica en barras pegajosas, en 50 metros se podía degustar el bistec de A Nova Pataca o la tortilla grasienta con pimiento de Manolo en el Villa de Cayón o los callos de Nina. Durante un tiempo hacíamos parada obligada en el Eiffel para alimentarnos de los ojos de una de las musas de las barras del barrio.
El tiempo ha ido cambiando este microcosmos, hemos pasado del choricito de la Vaca Sagrada o los sótanos del Parrús, templo del deportivismo glorioso, al maridaje de raciones con los mejores vinos con la reubicación de un local histórico como O Secreto.
Calle con jamonerías de referencia como el Pinar o Munín que fueron cerrando. Su espíritu lo hereda el viejo Caracas, antiguo templo de reunión nocturna de primeras aguas acompañadas de chipirones ,callos y ensaladilla a precios razonables, parada obligada de los olímpicos del vino peleón. El emporio de Boqueixón , Rosende y Couto , se cierra con el hostal Alameda, local residual que nos acogía en los domingos lluviosos que todo cerraba o los fines de año antes de cenar cuando todo cerraba.
Y pensar que todo esta literatura comenzó por un pedazo de empanada de xoubas del café Almeda....
Pongamos notas musicales a estos olores callejeros....


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